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BOB DYLAN, LAS RAZONES DEL NOBEL



Sin duda, la designación de Bob Dylan como el ganador del Premio Nobel de Literatura 2016, significó un terremoto mediático en todo el mundo, dividido entre puristas (informados o no) que repudiaban el haberle entregado el galardón a una figura distinta a la de un escritor a la vieja usanza, y quienes lo celebramos desde la militancia dylaniana, que, también hay que decirlo, tiene muy poca presencia en México, no así en España, donde se realizan simposios, exposiciones e incluso se imparten cátedras formales en universidades acerca de la obra de Dylan. Esto por mencionar a los países de habla hispana, ya que en el mundo anglosajón y Europa en general, Bob Dylan se erige como uno de los personajes más influyentes del Siglo XX de manera incontestable.


Después de la telenovela que el vardo de Minessotta montó, con su renuencia a aceptar el premio, su no asistencia a la ceremonia de investidura, e incluso la pifia de Patty Smith al olvidar la letra de una de sus obras magnas mientras la interpretaba en dicho evento; ya con las aguas vueltas a su cauce y con un Kazuo Ishiguro, escritor galardonado en 2017, expresando que siempre quiso ser rockero; vale la pena retomar el espíritu del discurso de aceptación de Bob Dylan (enviado por escrito), cuyo argumento principal era que, figuras como la del rapsoda, el juglar o el dramaturgo, logran perpetuar su obra, que inicialmente no estaba pensada para ser literatura, y que, sin embargo, el pueblo y la tradición la legitiman como tal.


La génesis de su obra


Bob Dylan inicia su existencia en Duluth, Minessotta, el 24 de mayo de 1941, en realidad bajo el nombre de Robert Allen Zimmerman. El nombre artístico con el que incluso fue oficialmente designado al otorgársele el controvertido premio de 2016, lo tomó prestado del poeta galés Dylan Thomas. Tuvo la fortuna de estar en contacto con la música folk y el estilo de vida que ésta conllevaba desde muy temprana edad. Admiró al contestatario Woody Guthrie, quien decía que tocar con más de dos acordes era ya presumir.


Dylan se empapó no sólo de folk y canción de protesta sindicalista, sino también de las influencias beat de la época, sobre todo durante su estancia en el célebre Greenwich Village de Nueva York, la meca de dicho movimiento a mediados de siglo, y donde se congregaban figuras como Allen Ginsberg o Jack Kerouak. Asimismo, la Biblia le fue siempre una importante fuente de inspiración en su sentido más filosófico, pues formalmente, al menos en sus primeros años, no trató de hacer proselitismo religioso alguno pese a tener el conocimiento necesario para ello.


Así pues, la mente de aquel temprano Robert Zimmerman con aspecto de malogrado James Dean, bullía de T.S. Eliot, Ezra Pound, Arthur Rimbaud, artes plásticas, música, amor, desencuentros, reflexiones sobre la vida y la muerte, etc. Ya desde inicios de los 60 escribía frenéticamente versos inconexos a los que no tardó en poner música, para finalmente publicar su primer disco en 1962, llamado Bob Dylan, y en el que realmente hizo un homenaje a canciones olvidadas y no incluyó más que dos piezas totalmente de su autoría.




Y los tiempos cambiaron


Los discos posteriores: The freeweelin’ Bob Dylan, Another Side of Bob Dylan y The times they are a-changin’, fueron los que realmente lo posicionaron como una figura prominente del folk. Con letras que iban desde una reflexión madura e impropia de su edad como My back pages, hasta el llamado entusiasta a cambiar el mundo de The times they are a-changin, pasando por su canto de protesta más célebre, Blowin’ in the wind, que estuvo basado musicalmente en un antiguo himno metodista.


LA TRILOGÍA


A inicios de 1965, Dylan mostró una de sus características más distintivas: el no casarse con ninguna corriente, y pintarles la cara a todos aquellos que trataban de encasillarlo. Fue así como su imagen sencilla de ropa obrera, guitarra acústica y armónica, se vio transmutada en el icono idealizado del folk-rock, con chamarra de mezclilla, jeans, unos lentes Ray Ban Wayfarer, y una melena quebrada abundante y alborotada; ahora con una guitarra eléctrica y acompañado de otros músicos: The Hawks (más tarde rebautizados como The Band) en una gira que el cineasta D.A. Pennebaker retrató en su documental Don’t look back. La gira fue un golpe sensible a los fundamentalistas del folk, quienes se sorprendieron por el sonido agresivo y el fraseo enervado de Dylan, llegando a proferirle el grito de “¡Judas!” durante un recital en Manchester.


Pero la propuesta electrificada de Dylan se impuso con la estética de las grabaciones en estudio, ya que ahora, en su album Bringing it all back home, le cantaba al amor en Love minus zerro no limit y She belongs to me; le cantaba a la muerte en It’s all over now baby blue; y todo era una gran ensoñación que se condensaba en Mr. Tambourine man, ahora con percusiones, bajo eléctrico y el repiqueteo acertado de la guitarra de Mike Bloomfield arropando a su guitarra acústica o eléctrica de acompañamiento, armónica, y una voz que nunca se preocupó por competir con la de Sinatra o Elvis.


A diferencia de muchos músicos actuales, que descubren en un estilo fijo a la gallina de los huevos de oro, se nota claramente que los dos siguientes discos de Dylan, en los que el sonido folk-rock se maduró con una calidad impresionante, el estilo se conservó más por aún tener algo qué decir con él que por sólo colocar más sencillos en la radio. De su disco Highway 61 revisited, destacan la potente oda admonitoria, precursora del hip hop Like a rolling stone, la odisea fronteriza que exuda por todos los poros el espíritu de William Burroughs y Jack Kerouac Just like Tom Thumb’s blues, la melancólica Queen Jane aproximately, así como la monumental y colorida Desolation row.


Ya en el 66, el disco doble Blonde on blonde mostró a un Dylan igualmente creativo, con la sensual Just like a woman, la divertida Stuck indside a mobile with the Memphis blues again, la tierna I want you y la abrumadora Visions of Johanna.


Paréntesis a dos ruedas


En una carretera secundaria de Woodstock, Nueva York, el 29 de julio de ese mismo 1966, Dylan sufrió un accidente en motocicleta, que, de manera muy conveniente lo alejó de los reflectores y del asedio de los reporteros, que ya habían vuelto costumbre el bombardearlo con elaboradas preguntas de carácter cuasi metafísico en las conferencias de prensa y entrevistas, mientras que él respondía con frases escuetas, estrambóticas y agudas (usualmente no más de tres palabras) que desataban la carcajada general. Y en una tranquila casa de campo, transcurrió su recuperación en medio de rumores que apuntaban a un Dylan desfigurado e inapto ya para seguir su camino musical, e incluso a un accidente fingido.


Cero reflectores, muchas canciones


Durante ese mismo período de aproximadamente un año, hizo frecuentes visitas a una cabaña conocida como Big Pink, en la misma localidad de Woodstock, donde tuvo amenas sesiones de palomazos con The Band, que comenzaron a ver la luz como grabaciones piratas, las famosas Basement Tapes. Así fue como Dylan se volvió a colgar oficialmente la guitarra en 1967, y del estudio emergió con John Wesley Harding, un sublime retorno al folk, con All along the watchtower como estandarte, una historia de narrativa cíclica que daba visos de que el gran letrista seguía en forma.

Tranquilamente se pudo haber instalado en ese estilo o incluso retirado. Puede que incluso, con sólo ese inicio explosivo de carrera se hubiese ganado el Premio Príncipe de Asturias de las Artes que se le dio en 2007, como mínimo. Pero abandonó la fórmula ganadora por hacer diversos experimentos, que podían ir desde un acercamiento al country que supuso Nashville skyline, hasta su primer coqueteo con el soul en New Morning.

Y fue así como se terminó aquel caleidoscopio que para Dylan fue la década de los 60.


Otra década, otro Dylan


Inquieto, irreverente y sensible, Bob Dylan nos entregó en 1975 el desgarrador album Blood on the tracks, dando cuenta sin reservas de la ruptura de su matrimonio con Sara Noznisky, con una instrumentación sencilla, pero a la vez potente y efectiva. La canción Tangled up in blue da cuenta del espíritu de ese disco, y de paso homenajea el disco Blue de Joni Mitchel, que lo cautivó con su sonido pulcro y su lírica introspectiva.

1975 supuso un afortunado experimento: la Rolling Thunder Reveue, una gira multi estelar con Roger McGuinn, Allen Ginsberg, Mick Ronson, Joan Baez y muchos otros amigos de Dylan que se embarcaron con él durante el invierno de ese año, tocando en pequeños teatros y universidades con humildad, frescura y pasión. En el 76, la gira pasó a los grandes estadios y perdió la magia, aunque sirvió para afianzar Desire, un disco sublime que bien podría etiquetarse de folk-rock, pero que tiene como grata sorpresa el violín gitano de Scarlet Rivera.

El bastante decente paso de Dylan por un soul más eléctrico y elaborado, pero con una abundancia muy notoria de referencias bíblicas en su lírica, lo atestigua el disco Street legal. Destacan piezas como Changing of the guards y New Pony. Nadie que lo escuchara fuera de contexto, pensaría que quien canta, se inició en la canción campirana del norte profundo.

Parte de esos experimentos musicales se ve reflejada en el disco At Budokan, que da cuenta de cómo un osado Dylan, en 1978, se planto en el tatami del célebre recinto de artes marciales de Tokio para interpretar joyas como Knockin’ on heaven’s door en reggae, Shelter from the storm en soul y Blowin’ in the wind en gospel.


La epifanía


Los 80 nos trajeron al Dylan convertido al cristianismo a raíz del destello producido por un crucifijo metálico, lanzado al escenario por un fan canadiense, durante un concierto al que Dylan salió ardiendo en fiebre. No se sabe con certeza si el mensaje de esa visión fue “con este signo vencerás”, pero lo cierto es que Slow train coming, Shot of love y Saved, no deben ser precisamente los discos que sedujeron a la academia sueca. Puede ser que Slow Train sea el trabajo más honroso de ese periodo. En él, su mensaje evangelizador se percibe arropado por un soul mucho más maduro.


De vuelta a lo mundano


Sin embargo, Dylan tomó sus mejorales y volvió al laicismo en la segunda mitad de la década, entregándonos piezas monumentales como Jokerman, Tight connection to my heart, When the night comes falling from the sky y Brownsville girl, coescrita con Sam Shepard. Remató la década en 1989 con el divertido y entrañable ejercicio de los Traveling Wilburys al lado de George Harrison, Roy Orbison, Jeff Lynne y Tom Petty. Con este último, se embarcó en una gira mundial de bastante buena calidad, aunque con una voz ya notoriamente en declive.


Jack Frost


Los 90 fueron época de homenajes, como su memorable, aunque un tanto accidentado concierto de aniversario en el Madison Square Garden en 1992, que para editarse en disco y video hubo de ser retocado en estudio. Su MTV Unplugged de 1995 marcó el estilo que Dylan tomaría en el resto de su carrera: unos músicos virtuosos en las artes del blues, rock y country, presentaciones constantes con el mínimo de palabras dirigidas hacia el público, un traje vaquero negro de gala con levita y sombrero, y una voz cada vez más deteriorada; sin embargo, todo esto se convirtió en su sello distintivo de elegancia y probada efectividad, constituyendo así su alter ego definitivo: Jack Frost. No hay duda de que esta década estuvo llena de piezas importantes, muchas destacan por su belleza y melancolía: Not dark yet y Under the red sky.

En tiempos recientes, Dylan nos ha entregado discos que recuperan ritmos de los años 20 y 30, pero con una producción magistral que se echó de menos en los 80 y 90. Su voz raspa y retumba, pero no molesta, es perfecta para recitar los versos intensos de Spirit on the water, Someday baby, Mississippi, Together through life o Duquesne whistle. Incluso puede darse auténticos lujos, como grabar dos discos de homenaje a Frank Sinatra y hasta uno navideño.


El rapsoda del Siglo XX


Si la designación de un escritor como Nobel de Literatura nos hace salir corriendo a conseguir sus libros, cual debe ser, la ya asimilada designación de Dylan no puede hacer menos que ponernos a cantar, a llorar por el amor cortado de tajo con Idiot wind, a abrazar a nuestros hijos con Forever young y a prepararnos para el apocalipsis con A hard rain’s a-gonna fall.

Bob Dylan es el rapsoda del siglo XX, que canta las épicas del hombre común, su gesta contra los líderes, la guerra, el hambre, el desamor y la mentira; para encontrar la paz, la plenitud espiritual y, finalmente, desentrañar el gran misterio de la muerte.

La obra de Bob Dylan es la radiografía de la humanidad contemporánea; y lo mejor, es una obra que se puede sentir resonando desde la garganta, potenciando así las emociones; haciéndonos vivir, que al final, fue para lo que nació el arte en cualquiera de sus formas.


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